ESTADIO NACIONAL
ADOLFO COZZI FIGUEROA
© 2000, Adolfo Cozzi Figueroa
© 2000, Editorial Sudamericana Chilena
ISBN 956–262–110–3
***
Dedico este libro
a don Oscar Fenner Marín, militar y distinguido hombre público, coautor del
código de justicia militar, quien puso las manos al fuego por mí y
probablemente me salvó la vida.
Mi más sincero
agradecimiento, también, a la señora Catalina Vodanovic, cuya preocupación por
mi suerte fue la de una segunda madre, sin desmerecer el mérito de quien me crió, la señora Ciria Cancino
Terán.
***
PREFACIO
EN ESTE LIBRO se relatan los hechos que viví y de los que fui testigo durante el tiempo que estuve injustamente prisionero de las Fuerzas Armadas. Permanecí en el Estadio Nacional desde el 27 de Septiembre de 1973 hasta el 11 de Noviembre del mismo año, sin que jamás se me haya imputado ningún cargo. Además he incluido el testimonio de mi amigo Marino Lizzul Coppe, quien me lo transmitió en la ciudad de Turín, Italia, el año 1978, y que está contenido también en la denuncia que él hizo ante el tribunal Russel en abril de 1974.
Si la relación de los sucesos que viví
y presencié puede tener una impronta ésta es la de un riguroso apego a la
verdad. No alteré, no omití nada importante ni inventé nada. Incluso a costa de
sacrificar un justificado pudor personal.
Sólo aspiro a que estas páginas
aporten un grano de arena a la reconstitución de la memoria de la magna
tragedia histórica que vivió mi país.
Adolfo Cozzi Figueroa
Santiago
de Chile, Septiembre del año 2000
***
EL ARRESTO
A
las 4.30 de la tarde del día jueves 27 de Septiembre de 1973, llegamos Lizzul y
yo a su departamento de la calle San Antonio. Habíamos acordado subir los dos,
y mi primo hermano, Roberto, nos esperaría en el automóvil, un Austin Mini.
Apenas entramos, Lizzul comenzó a llenar dos maletas con sus pertenencias
personales: ropa, libros y rollos de película fotográfica en los que había
registrado gran parte de los tres años del gobierno de la Unidad Popular. Yo
estaba en la pieza contigua al living cuando sonó el timbre.
–
¿Quién podrá ser? –Lizzul miraba por el
ojo mágico.
– Tal vez la vecina que nos oyó entrar.
– No se ve nada. El pasillo está a obscuras. ¿Había luz cuando llegamos,
no?
Cuando abrió la puerta y se asomó afuera, porque aparentemente no había
nadie, desde la penumbra de la escalera
emergieron cuatro carabineros con fusiles ametralladoras, apuntándole al pecho
y a la cabeza.
– ¿Quién más hay en el departamento? –preguntó uno de
ellos.
– Un amigo.
– ¿Dónde está?
– En el otro cuarto.
– Llámalo.
Oí las voces, el movimiento, me oriné en los pantalones,
y no sé por qué, como un autómata, empecé a dirigirme al living. Uno de los
carabineros estaba de espaldas y se volvió bruscamente con el arma al sentir mi
presencia. Me miró sorprendido del descuido en que él había incurrido: otro que
no fuera yo, alguien armado, y él no habría sobrevivido. Asimismo, con terror
tardío, después pensé que nunca hay que sorprender a alguien cuando está
armado. Pudo lanzarme una ráfaga.
De la sorpresa, el carabinero pasó a la ira y me ordenó
levantar las manos:
– ¡En la nuca! ¡En la nuca!
– ¿Hay alguien más? –gritó otro.
– No. –Respondió Lizzul.
– ¿Estás seguro?
– Sólo estamos los dos –afirmó.
– ¿Y en el baño?
– No hay nadie.
Inspeccionaron la cocina y el baño con cautela.
Confirmaron que no había nadie más y cambiaron abruptamente el trato.
– ¡Manos sobre la nuca! ¡Contra la pared! ¡Las piernas
abiertas!
Nos pateaban los tobillos para que abriéramos más las
piernas.
– ¿Conque estaban escapando, ah?
Nos golpearon en las costillas con las culatas de los
fusiles. Voltearon nuestros bolsillos y revisaron todo lo que teníamos: agendas
de teléfono, billetes, papeles, fotos, el pasaporte de Lizzul. Nos requisaron
los cigarrillos y los fósforos.
– ¡Tírense al suelo! ¡Boca abajo! ¡Las manos en la nuca!
– Mire, señor... –trató de explicar Lizzul.
– ¡Al suelo, dije! –de un violento empellón lo arrojó al
piso–. ¡Manos a la nuca!
– Señor... –musitó Lizzul.
– ¡Tú no hablas nada! ¡Te quedas callado! ¡Ustedes no
hablan!
Insistían en patearnos los tobillos. Me reconfortó de
alguna manera estar boca abajo, así escondía la mancha de orina que había
mojado mis pantalones. Hoy me sorprende haber tenido una preocupación tan
trivial en ese momento.
– ¡Más abiertas esas piernas!
Entraron otros dos carabineros al departamento. Entre
ellos, un oficial.
– Conque estos dos son los pájaros –dijo.
– Estaban listos para volar, mi teniente –agregó un
carabinero.
– No estábamos escapando ––quiso aclarar Lizzul.
– Ustedes creen que nosotros somos imbéciles, ¿no? –preguntó el
teniente–. Acto seguido nos llovieron patadas.
– Señor oficial, nosotros... –volvió a tratar de
explicar Lizzul.
– ¡Cállate la boca, mierda!
Tirados en el piso, paralelos a un sofá, con la frente
apoyada en el parqué, las manos en la nuca, las piernas abiertas, oímos cómo
revisaban el departamento. Arrojaban todo al suelo, sobre dos frazadas que
habían sacado de las camas cayó toda la
biblioteca, un centenar de libros, muchos de ellos de ideología marxista –El Capital, las Obras Completas de Lenin, el Diario del Che–, y algunos técnicos
de cine y fotografía.
– ¡Linda la fogata que vamos a hacer con toda esta
porquería!
– Señor –le dije–, son libros de cultura general.
– ¿¡Cultura general?! –Vociferó el carabinero,
poniéndome una bota en la cabeza y golpeándome con la culata del fusil en las
costillas.
– Claro, intervino Lizzul–, son libros que usted, que
cualquier persona podía comprar en las librerías.
– ¡Cállate la boca, te dije, mierda! –gritó el teniente,
mientras otro carabinero le recorría la espina dorsal con el cañón del fusil,
presionándole la cintura, los glúteos, las piernas, repitiendo después el mismo
recorrido hasta la nuca, el cuello, la boca, la nariz.
– ¿Tienen armas escondidas? –preguntó el teniente–.
¿Dónde están las armas?
– No hay armas aquí –dijo Lizzul–. Nunca ha habido
armas.
– ¡¿Dónde están las armas?! –gritó el teniente, dándole
una patada en los riñones.
– ¡No hay armas aquí, no hay, no hay armas, ya les dije,
no hay armas!
– ¡Ustedes han estado disparando desde aquí todos estos
días!
– ¡No, señor –se defendía Lizzul–, desde aquí nadie ha disparado!
– Mejor me dicen dónde están las armas, porque si nosotros las encontramos
los vamos a ejecutar tal como al del Austin Mini.
“Roberto
–pensé–. No puede ser que lo hayan matado”.
Con las manos me apreté la
nuca, sentí que el piso y yo éramos una sola cosa, respiré profundamente, no
quería creerlo.
“Muerto, 20 años, y muerto. Hace una hora él me decía: –¿qué
problema puede haber con sacar los libros de la casa de Lizzul? Y Lizzul: –No te preocupes, todo va a salir
bien”.
– ¿Qué pasó con Roberto? –pregunté.
– ¿Así es que se llamaba Roberto, ah?
– ¿Qué le hicieron? –insistí.
– Trató de arrancar y le aplicamos
ley de fuga.
Me
resistía a aceptarlo. No podía ser cierto. “¿Por qué Roberto iba a tratar de
escapar si no tenía nada que esconder?”
– ¿Quién vive aquí? –preguntó el
teniente.
– Yo –respondió Lizzul.
Entonces
comenzaron a romperlo todo. Artesanías, discos de Violeta Parra, Intillimani,
Víctor Jara, litografías enmarcadas del pintor Balmes fueron cayendo hechos
añicos al suelo. Dieron vuelta las camas, los sofás, levantaron la alfombra y de
algunas partes sacaron el parqué.
–
¿Qué es esto? –preguntó el teniente–. En sus manos tenía uno de los cuatro
tambores de película de 16 milímetros, en blanco y negro, de 100 pies cada uno,
que Lizzul había filmado durante el último año de gobierno de la Unidad
Popular. Trató de levantar la cabeza para ver qué era lo que el teniente tenía
en sus manos pero una bota se la aplastó violentamente contra el piso.
–
¡No mires, ¿oíste!? ¡No mires o te reventamos los sesos!
–
¿Aquí no hay nada? –preguntó el oficial, que había abierto el tambor y miraba
el celuloide tratando de ver alguna imagen–. ¿Fue fotografiada esta película?
–
Sí –respondió Lizzul–. Pero usted la acaba de velar.
–
¿Y qué es lo que había en ella?
–
El cerro Santa Lucía, la iglesia de San Francisco, el Parque Forestal, algunas
niñas… –mintió Lizzul, porque lo que había filmado allí era la visita de Fidel
Castro a Chile y el tercer aniversario de la Unidad Popular, el 4 de Septiembre
de 1973–.
–
¿Cómo se llaman? –resonó otra voz.
–
¿Quiénes?
–
Las niñas, las niñas que filmaste.
–
Cómo voy a saberlo. Las filmé en la calle.
–
¿En qué calle?
–
En el centro, en el Parque Forestal…
–
Señor –intervine yo–. ¿Puedo hablar?
–
¿Qué quieres?
–
Déjeme explicarle. Nosotros no somos extremistas. Yo soy estudiante de
pedagogía en castellano en la Universidad Católica y hago clases en un
vespertino que funciona en el colegio San Pedro Nolasco. La mayoría de mis
alumnos son carabineros. Si usted habla con el mayor Godoy, de la Tercera Comisaría,
él le puede dar referencias mías.
Estaba
sucediendo un milagro: nos escuchaban.
–
Señor –intervino Lizzul–. Yo soy camarógrafo profesional. Soy ciudadano
italiano. En mi consulado están al tanto de mi presencia aquí en el país. Ahí
está mi pasaporte.
El
oficial hojeó el pasaporte.
–
¡Así que ahora es italiana la mierda ésta!
–
Señor –traté de proseguir–, estoy seguro de que ustedes van a entender que
están cometiendo un error.
– Con lo que encontramos aquí es
suficiente para reventarlos.
– Pero, ¿qué han encontrado? Libros
marxistas, de acuerdo, pero…
– ¿Y esto, qué es esto? –rugió el
teniente.
Mire
de soslayo y vi que agitaba en su mano un manual de guerrilla urbana del
movimiento uruguayo Tupamaros.
–
¡Se vendía en los quioscos de diarios, señor oficial! –exclamó Lizzul.
–
Sabes una cosa italiano de mierda, ahora te vas a callar, desde ahora no hablas
una sola palabra más, o yo me voy a encargar de callarte para siempre.
Le
puso el cañón del fusil ametralladora en la boca y lo miraba con un rictus de
burla mezclado con desprecio. Transcurrieron algunos minutos de silencio
absoluto. Iban y venían por el salón y el cuarto. Lizzul sentía la boca
impregnada de pólvora.
Oímos
que llegaban más carabineros. Hablaban en voz baja entre ellos.
–
¡Vamos! –surgió de pronto una voz perentoria–. ¡Párense con las manos en la
nuca! ¡Vamos a bajar por las escaleras, y al primer movimiento sospechoso les
volamos la cabeza!
–
¡Ojalá traten de escapar como el del auto! –dijo otra voz–. ¡Con las ganas que
tengo de echarme otro huevón al pecho!
Bajamos
lentamente los siete pisos. En la puerta del edificio nos esperaba un furgón
negro y blanco de carabineros que en ese tiempo llamaban ‘cuca’.
Nos
ordenaron meternos de cabeza, boca abajo, sobre los libros, los rollos de
celuloide y los discos quebrados.
Durante
veinte minutos la cuca dio vueltas por calles del centro de la ciudad. Se
detuvo en un semáforo. Un peatón preguntó la hora y el carabinero que iba de
pie en la parte trasera respondió que eran las cinco con veinte minutos.
Comenzaba a llover cuando llegamos a nuestro destino. Estábamos en la calle
Santo Domingo. Alcancé a ver una placa adosada al edificio en que entrábamos:
1ª Comisaría. Carabineros de Chile.
Nos bajaron
del furgón y nos hicieron entrar corriendo hasta una sala ubicada a mano
derecha después de la puerta de entrada.
– ¡Vamos,
por aquí! ¡Aquí no más! ¡Al suelo, al suelo! ¡Manos a la nuca! ¡Piernas
abiertas! ¡Más abiertas!
Nos pegaban
patadas y culatazos.
–
¡Comunistas!
–
¡Marxistas!
Toda la
dotación de la comisaría se hizo presente para darnos la ‘bienvenida’.
Eran más de veinte. Entre ellos se congratulaban e inventaban versiones de cómo
nos habían capturado en un nido extremista. Hablaban de refriega, de disparos,
de enfrentamiento, de fuga. De pronto callaron y circularon entre nosotros sin
hacer ningún ruido, como si caminaran en la punta de los pies. Afuera llovía.
De bruces, pegado al piso de losetas, húmedo y frío, con los ojos cerrados oía
la lluvia y el pasar de los automóviles por la calle mojada.
Entonces
Lizzul gritó. Fue un alarido que desconocí, un quejido terrible que provino de
las entrañas, de la boca del estómago, y que lo hizo retorcerse, encogerse,
hacerse un ovillo.
– ¡Ponte
las manos en la nuca, no te muevas!
Ingresó a
la sala otro grupo de detenidos. Con un alivio sin límites reconocí la voz de
Roberto. Más tarde mi mirada se cruzaría un instante con la de Lizzul y
sonreiríamos.
Habían detenido
también a un uruguayo.
– ¡Éste es
tupamaro! ¡Aquí tenemos a un tupamaro!
– Yo no soy
tupamaro. Soy periodista. Ya les mostré mi credencial.
– ¡¿Cómo
que no eres tupamaro?! ¡Todos los uruguayos son tupamaros!
Lo
golpeaban tanto que me pareció que el trato que yo había recibido antes fue
privilegiado. Entraron unos pasos enérgicos y todas las botas taconearon
cuadrándose.
– ¡Este!
¿Por qué está aquí? –se oyó una voz apremiante pero bonachona.
– Por
ratero.
– ¿Conque
ratero, ah? ¡Toma! –lo molió a culatazos.
– ¿Y éste?
– Ladrón y
cogotero.
–
¿Cogotero, ah? ¡Toma! –lo pateó–. No gritas, ¿ah? ¡Toma! –lo patearon entre
varios hasta que gritó–. ¡Ves, huevón, que sabías gritar! ¿Cuántos años tienes?
– Dieciocho
–respondió el delincuente.
– Denle
dieciocho patadas más. ¿Y éste?
– Marxista.
–
¿¡Marxista!? Conque marxista, ¿¡ah!? ¡Toma mierda! –le dio un tremendo puntapié
en las costillas a Roberto–. ¿Y este otro?
– También.
Comunista Internacional.
Lizzul
recibió una andanada de golpes. Un carabinero se le subió encima y comenzó a
saltar en su espalda. Con el cañón del fusil le daba estocadas en los muslos.
– ¿Y éste?
– Tupamaro.
Lo encontramos con esto en el bolsillo –dijo mostrándole el manual de guerrilla
urbana que habían encontrado en el departamento de Lizzul.
– ¡Eso no
es cierto, señor! ¡Ese libro no es mío! ¡Yo soy periodista! –dijo el uruguayo.
– ¿Me estás
diciendo mentiroso?
– No,
señor…
– ¡Cállate,
mierda! ¡Ya estás reventado!
– ¿Y éste?
–se refería a mi. Y lo preguntó al mismo tiempo que con la punta de la bota me
tanteaba entre las piernas.
– Marxista.
A estos tres los agarramos juntos.
Entonces
recibí una feroz patada en el perineo. No supe cómo mi cuerpo reaccionó más
veloz que mi conciencia y me puse en pie de un salto. Mis ojos se clavaron en
los del carabinero que me había golpeado, y grité con todas mis fuerzas:
– ¿¡Por qué
me golpea!?
El
carabinero desvió la mirada, bajó la cabeza, dio medía vuelta y se escabulló
avergonzado. Lo había reconocido: era uno de mis alumnos en el vespertino.
Tenía unos cincuenta años, pelo canoso, bajo de estatura, torso ancho y piernas
cortas. Yo lo recordaba perfectamente bien por un incidente que él había
protagonizado. Una noche, después de una prueba importante, se quedó después de
la hora y mientras yo arreglaba mis papeles fue a hablarme:
– Señor –me dijo mirando al suelos. Me fue mal.
Le ruego que me perdone, pero no pude estudiar. Por favor, yo no puedo
reprobar. De este curso depende mi promoción. Tengo mujer y tres hijos.
– Todavía no le puedo decir
nada –le respondí sin lograr encontrar sus huidizos ojos, porque tengo que
corregir primero las pruebas. En todo caso mi intención no es reprobar a nadie,
si le fue mal ya buscaremos la forma de salir adelante con la materia.
Cuando
revisé su prueba me di cuenta del problema: era casi analfabeto. ¿Cómo había
llegado hasta ese curso que correspondía a cuarto año de enseñanza medía? Mi
mayor logro fue que escribiera juzgado con z y no con ese, mayor con i griega y no elle, y que le
pusiera acento en la i a cuantía. De todos modos nunca tuve que tomar la
decisión de aprobarlo o rajarlo porque el golpe de Estado interrumpió nuestra
labor docente y a este profesor se lo
llevaron preso.
Sin que
nadie me dijera nada volví a ponerme boca abajo en el suelo y ya no me
golpearon más. Después de unos minutos un carabinero fue a buscarme.
– Sígueme.
Me llevó
hasta la oficina del oficial de turno, un sargento gordo con cara de niño
grande que se encontraba detrás de un escritorio sobre una tarima, de manera
que había que hablarle para arriba y él lo miraba a uno hacia abajo. Me sentí
disminuido. Dos metros más allá un civil tecleaba a máquina.
– ¿Usted es
profesor?
– Estudiante
de pedagogía en castellano, señor. Hago clases en el vespertino San Pedro No
lasco a carabineros de su dotación.
– ¿Y cómo
se metió usted en esto, señor? –me miró con grandes ojos inquisitivos y
soñolientos.
El trato respetuoso
me dio esperanzas. De esa forma me trataban todos mis alumnos carabineros, los
que por una cuestión de jerarquía, a pesar de que yo se los pedí, se negaron a
tutearme. No importaba que yo fuera sólo un muchacho de 18 años cuando empecé a
hacerles clases, tuviera el pelo largo y motudo, estilo Jimmy Hendrix, y unos
cuantos pelos de barba incipiente que me dejaba crecer con la esperanza de
verme un poco más mayor.
– ¿Metido
en qué, señor sargento?
– Libros,
libros marxistas.
– Pero esos
libros estaban a la venta en cualquier librería.
– Malo que
hayan estado a la venta, señor.
– Usted
comprenderá que es normal que un profesor tenga libros de todas las materias.
– No de
todas, señor…
Hizo una
seña y, mientras bostezaba tapándose la boca, le indicó a un carabinero que me
llevara de regreso a mi puesto.
– Está
cometiendo un error –le dije.
– El error
lo cometió usted, señor…
Cuando ya
íbamos saliendo oí la voz del civil que tecleaba a máquina.
– ¿Qué le
pongo, sargento?
– Póngale
profesor marxista leninista. ¡El siguiente!
Cuando
volví pude ver a Roberto, a Lizzul y al uruguayo. Un carabinero tenía la cabeza
de Lizzul aplastada contra el suelo y estaba tratando de sacarle el reloj con
pulsera de oro. Otro carabinero revisaba los bolsillos del uruguayo.
– ¿Y éstos
dólares? ¿De adónde los sacaste? ¿Dónde los robaste, tupamaro ladrón?
– Los traje
del Uruguay, y no soy tupamaro. Soy periodista. Ya vieron mis documentos. Soy
periodista acreditado.
– Todos los
uruguayos son tupamaros, ¿tú eres uruguayo?
– Sí,
señor.
– Entonces
eres tupamaro.
Inmediatamente
después llevaron a Lizzul en presencia del sargento. Lizzul trató de hacer
valer su condición de italiano pero el sargento, después de escuchar atentamente
sus argumentos refregándose los ojos, sólo le hizo notar que había que ser bien
huevón para ser italiano y caer preso por política. Le confiscó la fotografía
de una amiga que aparecía en traje de baño tomando sol en una playa, y lo mandó
de vuelta a su lugar.
– ¿Qué le
pongo, sargento? –preguntó el civil.
– Agitador
marxista internacional.
Permanecimos
todavía una media hora perfectamente inmóviles contra el piso para no dar
motivo a que nos golpearan, hasta que comenzaron a llamarnos por nuestros nombres.
Respondíamos pero hacían como que no identificaban de qué cuerpo provenía la
voz.
– ¿Dónde
estás, dónde estás? –repetían.
Y al
levantar nosotros la mano o la cabeza para indicarles nos daban culatazos con
el pretexto de que no debíamos movernos. Reían y se alternaban con cada uno de sus
prisioneros para repetir la gracia.
– Bien,
levántense ustedes cuatro, los tres marxistas y el tupamaro. Ahora pónganse de
rodillas con las manos en la nuca y caminen de rodillas hacia la salida.
Todos los
carabineros habían formado un callejón hasta la puerta. De rodillas, con las
manos en la nuca y en fila india avanzamos recibiendo la ‘despedida’
del personal completo: patadas y culatazos. Afuera continuaba lloviendo. Los
peatones se paraban para vernos cruzar la vereda. Un poco más allá estaba
estacionado un bus Mercedes Benz de color verde. Nos hicieron ponernos de pie.
– ¡Corre,
corre ahora, te puedes salvar! –gritó un carabinero.
–
¡Escápate! –gritó otro–. ¡Te llevamos donde los soldados! ¡Te van a matar!
Subimos al
bus y nos ordenaron tirarnos en el pasillo sobre otros prisioneros que ya se
encontraban ahí. Después pusieron encima nuestro una escalera por sobre la cual
circulaban los carabineros. Uno de ellos pasó lista de los funcionarios
policiales encargados del traslado:
– Miranda,
Godoy, Orbegoso, Molina, Correa…
Lizzul
repetía mentalmente los nombres una y otra vez para no olvidarlos jamás:
“Miranda, Godoy, Orbegoso, Molina, Correa…”
– Está bien
–dijo el carabinero–, estamos todos.
– ¡Vámonos!
El bus
partió. La cabeza de Lizzul se bamboleó y rebotó contra el piso metálico, por
lo que tuvo que buscar las franjas de goma dispuestas para que los pasajeros no
resbalen y apoyar la frente contra una de ellas. Por mi parte, un travesaño de
la escalera me presionaba en la región cervical y cada vez que un carabinero
pasaba por encima mío veía luces de todos colores. Traté y logré reptar unos
cuantos centímetros para que el travesaño se apoyara en mi espalda. Circulaban
sobre nosotros repartiendo los consabidos culatazos, patadas e insultos.
– Tupamaro,
¿sabes rezar? –aulló uno–. ¿Sabes rezar el padre nuestro? ¡Reza porque vas a
morir! ¡Reza!
– Padre
nuestro que estás en los cielos –comenzó a rezar el uruguayo–, santificado sea
tu nombre…
– ¡Más
rápido!
–
…vénganos tu reino, hágase tu voluntad…
– ¡Más
rápido!
– …en el
cielo como en la tierra, el pan nuestro de cada día dánoslo hoy y perdona
nuestras deudas así como nosotros perdonamos…
– Perdóname
por todos los carabineros que he matado –lo corrigió uno de los carabineros.
– Perdóname
por todos los carabineros… No, señor, yo no he matado ningún carabinero. Yo soy
periodista.
– ¡Cómo que
no has matado a ningún carabinero! ¡Todos ustedes van a morir! ¡Recen! ¡Recen,
mierdas!
Entonces
nos pusimos a rezar en coro y, mientras estábamos rezando, el bus de detuvo, se
apagó el motor, y apenas tuve tiempo de discernir el sonido que hacen los
cerrojos al ser cargados los fusiles cuando sobrevino la descarga, lenta,
irreal, con un estruendo ensordecedor que se repitió en un eco interminable que
a mí me pareció estaba más allá de todas las cosas, de la noche, del silencio
de muerte que se abatió después.
“Será que
estoy muerto”, pensé, porque no sentía nada ni oía ni veía nada, ni nada me
dolía y el silencio era total. Sin embargo, pasado un lapso de tiempo para mí
nebuloso, se oyeron unas risotadas, el motor del bus volvió a ponerse en
marcha, se reanudaron las idas y venidas de los carabineros sobre la escalera,
sólo que ahora en silencio y ya sin golpes ni patadas. Yo ya no sentía el peso
cuando pasaban por encima mío: circulaban como fantasmas. La lluvia
repiqueteaba en el techo del bus. Por las ventanillas abiertas entraba el
típico frío de una tarde helada con olor a humo y eucalipto. Y aunque nunca
supe si aquello había sido sólo un simulacro o habían matado realmente a
alguien, cuando luego busqué una imagen que describiera lo que me pasó en esos
momentos −la sensación de enajenamiento, de no estar allí−, encontré lo que
bien expresaba mi percepción: los grandes mutilados de guerra a los que un obús
les ha arrancado de cuajo una pierna, tiempo después vuelven a “sentir” el
miembro ausente como si realmente aún lo poseyeran. Así me sentía entonces y a
veces ahora también: como si me hubiesen arrancado de la vida, del mundo, de la
forma natural y espontánea de vivir. Si bien aún estaba vivo, algo mató en mí
el terror.
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