viernes, 6 de septiembre de 2013

Libro ESTADIO NACIONAL, Cap.1

ESTADIO NACIONAL


ADOLFO COZZI FIGUEROA

















© 2000, Adolfo Cozzi Figueroa
© 2000, Editorial Sudamericana Chilena
ISBN 956–262–110–3



*** 




Dedico este libro a don Oscar Fenner Marín, militar y distinguido hombre público, coautor del código de justicia militar, quien puso las manos al fuego por mí y probablemente me salvó la vida.
 
Mi más sincero agradecimiento, también, a la señora Catalina Vodanovic, cuya preocupación por mi suerte fue la de una segunda madre, sin desmerecer el mérito  de quien me crió, la señora Ciria Cancino Terán.



***


PREFACIO
 
 EN ESTE LIBRO se relatan los hechos que viví y de los que fui testigo durante el tiempo que estuve  injustamente prisionero de las Fuerzas Armadas. Permanecí  en el Estadio Nacional desde el 27 de Septiembre de 1973 hasta el 11 de Noviembre del mismo año, sin que jamás se me haya imputado ningún cargo. Además he incluido  el testimonio de mi amigo Marino Lizzul Coppe, quien me lo transmitió en la ciudad de Turín, Italia, el año 1978, y que está contenido también en la denuncia que él hizo ante el tribunal Russel en abril de 1974.
          Si la relación de los sucesos que viví y presencié puede tener una impronta ésta es la de un riguroso apego a la verdad. No alteré, no omití nada importante ni inventé nada. Incluso a costa de sacrificar un justificado pudor personal.
          Sólo aspiro a que estas páginas aporten un grano de arena a la reconstitución de la memoria de la magna tragedia histórica que vivió mi país.

Adolfo Cozzi Figueroa



Santiago de Chile, Septiembre del año 2000



***


EL ARRESTO

A las 4.30 de la tarde del día jueves 27 de Septiembre de 1973, llegamos Lizzul y yo a su departamento de la calle San Antonio. Habíamos acordado subir los dos, y mi primo hermano, Roberto, nos esperaría en el automóvil, un Austin Mini. Apenas entramos, Lizzul comenzó a llenar dos maletas con sus pertenencias personales: ropa, libros y rollos de película fotográfica en los que había registrado gran parte de los tres años del gobierno de la Unidad Popular. Yo estaba en la pieza contigua al living cuando sonó el timbre.
– ¿Quién podrá ser? –Lizzul miraba  por el ojo mágico.
– Tal vez la vecina que nos oyó entrar.
– No se ve nada. El pasillo está a obscuras. ¿Había luz cuando llegamos, no?
Cuando abrió la puerta y se asomó afuera, porque aparentemente no había nadie,  desde la penumbra de la escalera emergieron cuatro carabineros con fusiles ametralladoras, apuntándole al pecho y a la cabeza.
– ¿Quién más hay en el departamento? –preguntó uno de ellos.
– Un amigo.
– ¿Dónde está?
– En el otro cuarto.
– Llámalo.
Oí las voces, el movimiento, me oriné en los pantalones, y no sé por qué, como un autómata, empecé a dirigirme al living. Uno de los carabineros estaba de espaldas y se volvió bruscamente con el arma al sentir mi presencia. Me miró sorprendido del descuido en que él había incurrido: otro que no fuera yo, alguien armado, y él no habría sobrevivido. Asimismo, con terror tardío, después pensé que nunca hay que sorprender a alguien cuando está armado. Pudo lanzarme una ráfaga.
De la sorpresa, el carabinero pasó a la ira y me ordenó levantar las manos:
– ¡En la nuca! ¡En la nuca!
– ¿Hay alguien más? –gritó otro.
– No. –Respondió Lizzul.
– ¿Estás seguro?
– Sólo estamos los dos –afirmó.
– ¿Y en el baño?
– No hay nadie.
Inspeccionaron la cocina y el baño con cautela. Confirmaron que no había nadie más y cambiaron abruptamente el trato.
– ¡Manos sobre la nuca! ¡Contra la pared! ¡Las piernas abiertas!
Nos pateaban los tobillos para que abriéramos más las piernas.
– ¿Conque estaban escapando, ah?
Nos golpearon en las costillas con las culatas de los fusiles. Voltearon nuestros bolsillos y revisaron todo lo que teníamos: agendas de teléfono, billetes, papeles, fotos, el pasaporte de Lizzul. Nos requisaron los cigarrillos y los fósforos.
– ¡Tírense al suelo! ¡Boca abajo! ¡Las manos en la nuca!
– Mire, señor... –trató de explicar  Lizzul.
– ¡Al suelo, dije! –de un violento empellón lo arrojó al piso–. ¡Manos a la nuca!
– Señor... –musitó Lizzul.
– ¡Tú no hablas nada! ¡Te quedas callado! ¡Ustedes no hablan!
Insistían en patearnos los tobillos. Me reconfortó de alguna manera estar boca abajo, así escondía la mancha de orina que había mojado mis pantalones. Hoy me sorprende haber tenido una preocupación tan trivial en ese momento.
– ¡Más abiertas esas piernas!
Entraron otros dos carabineros al departamento. Entre ellos, un oficial.
– Conque estos dos son los pájaros –dijo.
– Estaban listos para volar, mi teniente –agregó un carabinero.
– No estábamos escapando ––quiso aclarar Lizzul.                                   
– Ustedes creen que nosotros somos imbéciles, ¿no? –preguntó el teniente–. Acto seguido nos llovieron patadas.
– Señor oficial, nosotros... –volvió a tratar de explicar Lizzul.
– ¡Cállate la boca, mierda!
Tirados en el piso, paralelos a un sofá, con la frente apoyada en el parqué, las manos en la nuca, las piernas abiertas, oímos cómo revisaban el departamento. Arrojaban todo al suelo, sobre dos frazadas que habían sacado de las camas cayó  toda la biblioteca, un centenar de libros, muchos de ellos de ideología marxista –El Capital, las Obras Completas de Lenin, el Diario del Che–, y algunos técnicos de cine y fotografía.
– ¡Linda la fogata que vamos a hacer con toda esta porquería!
– Señor –le dije–, son libros de cultura general.
– ¿¡Cultura general?! –Vociferó el carabinero, poniéndome una bota en la cabeza y golpeándome con la culata del fusil en las costillas.
– Claro, intervino Lizzul–, son libros que usted, que cualquier persona podía comprar en las librerías.
– ¡Cállate la boca, te dije, mierda! –gritó el teniente, mientras otro carabinero le recorría la espina dorsal con el cañón del fusil, presionándole la cintura, los glúteos, las piernas, repitiendo después el mismo recorrido hasta la nuca, el cuello, la boca, la nariz.
– ¿Tienen armas escondidas? –preguntó el teniente–. ¿Dónde están las armas?
– No hay armas aquí –dijo Lizzul–. Nunca ha habido armas.
– ¡¿Dónde están las armas?! –gritó el teniente, dándole una patada en los riñones.
– ¡No hay armas aquí, no hay, no hay armas, ya les dije, no hay armas!
– ¡Ustedes han estado disparando desde aquí todos estos días!
– ¡No, señor –se defendía Lizzul–, desde aquí nadie ha disparado!
– Mejor me dicen dónde están las armas, porque si nosotros las encontramos los vamos a ejecutar tal como al del Austin Mini.

“Roberto –pensé–. No puede ser que lo hayan matado”.

       Con las manos me apreté la nuca, sentí que el piso y yo éramos una sola cosa, respiré profundamente, no quería creerlo.

       “Muerto, 20 años, y muerto. Hace una hora él me decía: –¿qué problema puede haber con sacar los libros de la casa de Lizzul?  Y Lizzul: –No te preocupes, todo va a salir bien”.
– ¿Qué pasó con Roberto? –pregunté.
¿Así es que se llamaba Roberto, ah?
– ¿Qué le hicieron? –insistí.
– Trató de arrancar y le aplicamos ley de fuga.
            Me resistía a aceptarlo. No podía ser cierto. “¿Por qué Roberto iba a tratar de escapar si no tenía nada que esconder?”
– ¿Quién vive aquí? –preguntó el teniente.
– Yo –respondió Lizzul.
       Entonces comenzaron a romperlo todo. Artesanías, discos de Violeta Parra, Intillimani, Víctor Jara, litografías enmarcadas del pintor Balmes fueron cayendo hechos añicos al suelo. Dieron vuelta las camas, los sofás, levantaron la alfombra y de algunas partes sacaron el parqué.
       – ¿Qué es esto? –preguntó el teniente–. En sus manos tenía uno de los cuatro tambores de película de 16 milímetros, en blanco y negro, de 100 pies cada uno, que Lizzul había filmado durante el último año de gobierno de la Unidad Popular. Trató de levantar la cabeza para ver qué era lo que el teniente tenía en sus manos pero una bota se la aplastó violentamente contra el piso.
          – ¡No mires, ¿oíste!? ¡No mires o te reventamos los sesos!
          – ¿Aquí no hay nada? –preguntó el oficial, que había abierto el tambor y miraba el celuloide tratando de ver alguna imagen–. ¿Fue fotografiada esta película?
          – Sí –respondió Lizzul–. Pero usted la acaba de velar.
          – ¿Y qué es lo que había en ella?
          – El cerro Santa Lucía, la iglesia de San Francisco, el Parque Forestal, algunas niñas… –mintió Lizzul, porque lo que había filmado allí era la visita de Fidel Castro a Chile y el tercer aniversario de la Unidad Popular, el 4 de Septiembre de 1973–.
          – ¿Cómo se llaman? –resonó otra voz.
          – ¿Quiénes?
          – Las niñas, las niñas que filmaste.
          – Cómo voy a saberlo. Las filmé en la calle.
          – ¿En qué calle?
          – En el centro, en el Parque Forestal…
          – Señor –intervine yo–. ¿Puedo hablar?
          – ¿Qué quieres?
          – Déjeme explicarle. Nosotros no somos extremistas. Yo soy estudiante de pedagogía en castellano en la Universidad Católica y hago clases en un vespertino que funciona en el colegio San Pedro Nolasco. La mayoría de mis alumnos son carabineros. Si usted habla con el mayor Godoy, de la Tercera Comisaría, él le puede dar referencias mías.
          Estaba sucediendo un milagro: nos escuchaban.
          – Señor –intervino Lizzul–. Yo soy camarógrafo profesional. Soy ciudadano italiano. En mi consulado están al tanto de mi presencia aquí en el país. Ahí está mi pasaporte.
          El oficial hojeó el pasaporte.
          – ¡Así que ahora es italiana la mierda ésta!
          – Señor –traté de proseguir–, estoy seguro de que ustedes van a entender que están cometiendo un error.
– Con lo que encontramos aquí es suficiente para reventarlos.
– Pero, ¿qué han encontrado? Libros marxistas, de acuerdo, pero…
– ¿Y esto, qué es esto? –rugió el teniente.
          Mire de soslayo y vi que agitaba en su mano un manual de guerrilla urbana del movimiento uruguayo Tupamaros.
          – ¡Se vendía en los quioscos de diarios, señor oficial! –exclamó Lizzul.
          – Sabes una cosa italiano de mierda, ahora te vas a callar, desde ahora no hablas una sola palabra más, o yo me voy a encargar de callarte para siempre.
          Le puso el cañón del fusil ametralladora en la boca y lo miraba con un rictus de burla mezclado con desprecio. Transcurrieron algunos minutos de silencio absoluto. Iban y venían por el salón y el cuarto. Lizzul sentía la boca impregnada de pólvora.
          Oímos que llegaban más carabineros. Hablaban en voz baja entre ellos.
          – ¡Vamos! –surgió de pronto una voz perentoria–. ¡Párense con las manos en la nuca! ¡Vamos a bajar por las escaleras, y al primer movimiento sospechoso les volamos la cabeza!
          – ¡Ojalá traten de escapar como el del auto! –dijo otra voz–. ¡Con las ganas que tengo de echarme otro huevón al pecho!
          Bajamos lentamente los siete pisos. En la puerta del edificio nos esperaba un furgón negro y blanco de carabineros que en ese tiempo llamaban  cuca.
          Nos ordenaron meternos de cabeza, boca abajo, sobre los libros, los rollos de celuloide y los discos quebrados.
          Durante veinte minutos la cuca dio vueltas por calles del centro de la ciudad. Se detuvo en un semáforo. Un peatón preguntó la hora y el carabinero que iba de pie en la parte trasera respondió que eran las cinco con veinte minutos. Comenzaba a llover cuando llegamos a nuestro destino. Estábamos en la calle Santo Domingo. Alcancé a ver una placa adosada al edificio en que entrábamos: 1ª Comisaría. Carabineros de Chile.

Nos bajaron del furgón y nos hicieron entrar corriendo hasta una sala ubicada a mano derecha después de la puerta de entrada.
– ¡Vamos, por aquí! ¡Aquí no más! ¡Al suelo, al suelo! ¡Manos a la nuca! ¡Piernas abiertas! ¡Más abiertas!
Nos pegaban patadas y culatazos.
– ¡Comunistas!
– ¡Marxistas!
Toda la dotación de la comisaría se hizo presente para darnos la bienvenida. Eran más de veinte. Entre ellos se congratulaban e inventaban versiones de cómo nos habían capturado en un nido extremista. Hablaban de refriega, de disparos, de enfrentamiento, de fuga. De pronto callaron y circularon entre nosotros sin hacer ningún ruido, como si caminaran en la punta de los pies. Afuera llovía. De bruces, pegado al piso de losetas, húmedo y frío, con los ojos cerrados oía la lluvia y el pasar de los automóviles por la calle mojada.
Entonces Lizzul gritó. Fue un alarido que desconocí, un quejido terrible que provino de las entrañas, de la boca del estómago, y que lo hizo retorcerse, encogerse, hacerse un ovillo.
– ¡Ponte las manos en la nuca, no te muevas!
Ingresó a la sala otro grupo de detenidos. Con un alivio sin límites reconocí la voz de Roberto. Más tarde mi mirada se cruzaría un instante con la de Lizzul y sonreiríamos.
Habían detenido también a un uruguayo.
– ¡Éste es tupamaro! ¡Aquí tenemos a un tupamaro!
– Yo no soy tupamaro. Soy periodista. Ya les mostré mi credencial.
– ¡¿Cómo que no eres tupamaro?! ¡Todos los uruguayos son tupamaros!
Lo golpeaban tanto que me pareció que el trato que yo había recibido antes fue privilegiado. Entraron unos pasos enérgicos y todas las botas taconearon cuadrándose.
– ¡Este! ¿Por qué está aquí? –se oyó una voz apremiante pero bonachona.
– Por ratero.
– ¿Conque ratero, ah? ¡Toma! –lo molió a culatazos.
– ¿Y éste?
– Ladrón y cogotero.
– ¿Cogotero, ah? ¡Toma! –lo pateó–. No gritas, ¿ah? ¡Toma! –lo patearon entre varios hasta que gritó–. ¡Ves, huevón, que sabías gritar! ¿Cuántos años tienes?
– Dieciocho –respondió el delincuente.
– Denle dieciocho patadas más. ¿Y éste?
– Marxista.
– ¿¡Marxista!? Conque marxista, ¿¡ah!? ¡Toma mierda! –le dio un tremendo puntapié en las costillas a Roberto–. ¿Y este otro?
– También. Comunista Internacional.
Lizzul recibió una andanada de golpes. Un carabinero se le subió encima y comenzó a saltar en su espalda. Con el cañón del fusil le daba estocadas en los muslos.
– ¿Y éste?
– Tupamaro. Lo encontramos con esto en el bolsillo –dijo mostrándole el manual de guerrilla urbana que habían encontrado en el departamento de Lizzul.
– ¡Eso no es cierto, señor! ¡Ese libro no es mío! ¡Yo soy periodista! –dijo el uruguayo.
– ¿Me estás diciendo mentiroso?
– No, señor…
– ¡Cállate, mierda! ¡Ya estás reventado!
– ¿Y éste? –se refería a mi. Y lo preguntó al mismo tiempo que con la punta de la bota me tanteaba entre las piernas.
– Marxista. A estos tres los agarramos juntos.
Entonces recibí una feroz patada en el perineo. No supe cómo mi cuerpo reaccionó más veloz que mi conciencia y me puse en pie de un salto. Mis ojos se clavaron en los del carabinero que me había golpeado, y grité con todas mis fuerzas:
– ¿¡Por qué me golpea!?
El carabinero desvió la mirada, bajó la cabeza, dio medía vuelta y se escabulló avergonzado. Lo había reconocido: era uno de mis alumnos en el vespertino. Tenía unos cincuenta años, pelo canoso, bajo de estatura, torso ancho y piernas cortas. Yo lo recordaba perfectamente bien por un incidente que él había protagonizado. Una noche, después de una prueba importante, se quedó después de la hora y mientras yo arreglaba mis papeles fue a hablarme:
–  Señor –me dijo mirando al suelos. Me fue mal. Le ruego que me perdone, pero no pude estudiar. Por favor, yo no puedo reprobar. De este curso depende mi promoción. Tengo mujer y tres hijos.
– Todavía no le puedo decir nada –le respondí sin lograr encontrar sus huidizos ojos, porque tengo que corregir primero las pruebas. En todo caso mi intención no es reprobar a nadie, si le fue mal ya buscaremos la forma de salir adelante con la materia.
Cuando revisé su prueba me di cuenta del problema: era casi analfabeto. ¿Cómo había llegado hasta ese curso que correspondía a cuarto año de enseñanza medía? Mi mayor logro fue que escribiera juzgado con z y no con ese,  mayor con i griega y no elle, y que le pusiera acento en la i a cuantía. De todos modos nunca tuve que tomar la decisión de aprobarlo o rajarlo porque el golpe de Estado interrumpió nuestra labor docente y a este  profesor se lo llevaron preso.

Sin que nadie me dijera nada volví a ponerme boca abajo en el suelo y ya no me golpearon más. Después de unos minutos un carabinero fue a buscarme.
– Sígueme.
Me llevó hasta la oficina del oficial de turno, un sargento gordo con cara de niño grande que se encontraba detrás de un escritorio sobre una tarima, de manera que había que hablarle para arriba y él lo miraba a uno hacia abajo. Me sentí disminuido. Dos metros más allá un civil tecleaba a máquina.
– ¿Usted es profesor?
– Estudiante de pedagogía en castellano, señor. Hago clases en el vespertino San Pedro No lasco a carabineros de su dotación.
– ¿Y cómo se metió usted en esto, señor? –me miró con grandes ojos inquisitivos y soñolientos.
El trato respetuoso me dio esperanzas. De esa forma me trataban todos mis alumnos carabineros, los que por una cuestión de jerarquía, a pesar de que yo se los pedí, se negaron a tutearme. No importaba que yo fuera sólo un muchacho de 18 años cuando empecé a hacerles clases, tuviera el pelo largo y motudo, estilo Jimmy Hendrix, y unos cuantos pelos de barba incipiente que me dejaba crecer con la esperanza de verme un poco más mayor.
– ¿Metido en qué, señor sargento?
– Libros, libros marxistas.
– Pero esos libros estaban a la venta en cualquier librería.
– Malo que hayan estado a la venta, señor.
– Usted comprenderá que es normal que un profesor tenga libros de todas las materias.
– No de todas, señor…
Hizo una seña y, mientras bostezaba tapándose la boca, le indicó a un carabinero que me llevara de regreso a mi puesto.
– Está cometiendo un error –le dije.
– El error lo cometió usted, señor…
Cuando ya íbamos saliendo oí la voz del civil que tecleaba a máquina.
– ¿Qué le pongo, sargento?
– Póngale profesor marxista leninista. ¡El siguiente!

Cuando volví pude ver a Roberto, a Lizzul y al uruguayo. Un carabinero tenía la cabeza de Lizzul aplastada contra el suelo y estaba tratando de sacarle el reloj con pulsera de oro. Otro carabinero revisaba los bolsillos del uruguayo.
– ¿Y éstos dólares? ¿De adónde los sacaste? ¿Dónde los robaste, tupamaro ladrón?
– Los traje del Uruguay, y no soy tupamaro. Soy periodista. Ya vieron mis documentos. Soy periodista acreditado.
– Todos los uruguayos son tupamaros, ¿tú eres uruguayo?
– Sí, señor.
– Entonces eres tupamaro.
Inmediatamente después llevaron a Lizzul en presencia del sargento. Lizzul trató de hacer valer su condición de italiano pero el sargento, después de escuchar atentamente sus argumentos refregándose los ojos, sólo le hizo notar que había que ser bien huevón para ser italiano y caer preso por política. Le confiscó la fotografía de una amiga que aparecía en traje de baño tomando sol en una playa, y lo mandó de vuelta a su lugar.
– ¿Qué le pongo, sargento? –preguntó el civil.
– Agitador marxista internacional.

Permanecimos todavía una media hora perfectamente inmóviles contra el piso para no dar motivo a que nos golpearan, hasta que comenzaron a llamarnos por nuestros nombres. Respondíamos pero hacían como que no identificaban de qué cuerpo provenía la voz.
– ¿Dónde estás, dónde estás? –repetían.
Y al levantar nosotros la mano o la cabeza para indicarles nos daban culatazos con el pretexto de que no debíamos movernos. Reían y se alternaban con cada uno de sus prisioneros  para repetir la gracia.
– Bien, levántense ustedes cuatro, los tres marxistas y el tupamaro. Ahora pónganse de rodillas con las manos en la nuca y caminen de rodillas hacia la salida.
Todos los carabineros habían formado un callejón hasta la puerta. De rodillas, con las manos en la nuca y en fila india avanzamos recibiendo la despedida del personal completo: patadas y culatazos. Afuera continuaba lloviendo. Los peatones se paraban para vernos cruzar la vereda. Un poco más allá estaba estacionado un bus Mercedes Benz de color verde. Nos hicieron ponernos de pie.
– ¡Corre, corre ahora, te puedes salvar! –gritó un carabinero.
– ¡Escápate! –gritó otro–. ¡Te llevamos donde los soldados! ¡Te van a matar!
Subimos al bus y nos ordenaron tirarnos en el pasillo sobre otros prisioneros que ya se encontraban ahí. Después pusieron encima nuestro una escalera por sobre la cual circulaban los carabineros. Uno de ellos pasó lista de los funcionarios policiales encargados del traslado:
– Miranda, Godoy, Orbegoso, Molina, Correa…
Lizzul repetía mentalmente los nombres una y otra vez para no olvidarlos jamás: “Miranda, Godoy, Orbegoso, Molina, Correa…”
– Está bien –dijo el carabinero–, estamos todos.
– ¡Vámonos!

El bus partió. La cabeza de Lizzul se bamboleó y rebotó contra el piso metálico, por lo que tuvo que buscar las franjas de goma dispuestas para que los pasajeros no resbalen y apoyar la frente contra una de ellas. Por mi parte, un travesaño de la escalera me presionaba en la región cervical y cada vez que un carabinero pasaba por encima mío veía luces de todos colores. Traté y logré reptar unos cuantos centímetros para que el travesaño se apoyara en mi espalda. Circulaban sobre nosotros repartiendo los consabidos culatazos, patadas e insultos.
– Tupamaro, ¿sabes rezar? –aulló uno–. ¿Sabes rezar el padre nuestro? ¡Reza porque vas a morir! ¡Reza!
– Padre nuestro que estás en los cielos –comenzó a rezar el uruguayo–, santificado sea tu nombre…
– ¡Más rápido!
– …vénganos tu reino, hágase tu voluntad…
– ¡Más rápido!
– …en el cielo como en la tierra, el pan nuestro de cada día dánoslo hoy y perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos…
– Perdóname por todos los carabineros que he matado –lo corrigió uno de los carabineros.
– Perdóname por todos los carabineros… No, señor, yo no he matado ningún carabinero. Yo soy periodista.
– ¡Cómo que no has matado a ningún carabinero! ¡Todos ustedes van a morir! ¡Recen! ¡Recen, mierdas!
Entonces nos pusimos a rezar en coro y, mientras estábamos rezando, el bus de detuvo, se apagó el motor, y apenas tuve tiempo de discernir el sonido que hacen los cerrojos al ser cargados los fusiles cuando sobrevino la descarga, lenta, irreal, con un estruendo ensordecedor que se repitió en un eco interminable que a mí me pareció estaba más allá de todas las cosas, de la noche, del silencio de muerte que se abatió después.
“Será que estoy muerto”, pensé, porque no sentía nada ni oía ni veía nada, ni nada me dolía y el silencio era total. Sin embargo, pasado un lapso de tiempo para mí nebuloso, se oyeron unas risotadas, el motor del bus volvió a ponerse en marcha, se reanudaron las idas y venidas de los carabineros sobre la escalera, sólo que ahora en silencio y ya sin golpes ni patadas. Yo ya no sentía el peso cuando pasaban por encima mío: circulaban como fantasmas. La lluvia repiqueteaba en el techo del bus. Por las ventanillas abiertas entraba el típico frío de una tarde helada con olor a humo y eucalipto. Y aunque nunca supe si aquello había sido sólo un simulacro o habían matado realmente a alguien, cuando luego busqué una imagen que describiera lo que me pasó en esos momentos −la sensación de enajenamiento, de no estar allí−, encontré lo que bien expresaba mi percepción: los grandes mutilados de guerra a los que un obús les ha arrancado de cuajo una pierna, tiempo después vuelven a “sentir” el miembro ausente como si realmente aún lo poseyeran. Así me sentía entonces y a veces ahora también: como si me hubiesen arrancado de la vida, del mundo, de la forma natural y espontánea de vivir. Si bien aún estaba vivo, algo mató en mí el terror.


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